10 de enero de 2013

No es la ley de la jungla


Somos seres. Nos hemos dado la categoría de seres. Existimos –vamos–. Pero, además, entre la innumerable diversidad de categorías de seres, somos seres vivos. Lo que conlleva otras características. También somos animales, vertebrados, mamíferos, etc., pero somos, sobre todo, seres vivos pensantes 1.
Pensantes. ¿Quién lo dice? ¿Hay algo, que no seamos nosotros, que diga que somos seres vivos pensantes? En efecto, somos lo que somos, pero además nos catalogamos como seres vivos pensantes y, para mayor seguridad, nos distinguimos del resto de las cosas que creemos que son por esa cualidad última: nuestro pensamiento.
¿No será que en el fondo somos antropocéntricos y que nunca hemos dejado de serlo? Desde la Filosofía hasta la Política, pasando por la Ética, la Literatura, las Matemáticas o la Pedagogía, todas las llamadas disciplinas del conocimiento, y las que no lo son, versan sobre nosotros mismos o sobre lo que nos atañe: cuando se han referido a seres superiores, lo han hecho en referencia al hombre; cuando han estudiado la realidad, han estudiado la realidad del hombre; cuando se ha tratado de establecer un orden o una formalización ideal, se ha partido de las posibilidades y las interpretaciones humanas; etc. De forma que, en nuestra opinión, el antropocentrismo siempre ha estado y seguirá estando vigente mientras sigamos siendo lo que somos, hombres.
Y así seguimos.
Si además somos animales políticos o sociales, según Aristóteles, no implica que el tejido que formemos entre nosotros sea estable ni regular, pues, aunque somos humanos, somos muy diversos. En plan cartesiano, yo podría dudar hasta de la existencia de quienes me rodean. Pero no dudo, tengo fe en mis sueños cuando creo no dormir. Pero creer que hay alguien igual a , o más aún, alguien igual a otro, es pedir demasiado. No creo en la diversidad, estoy seguro de ella, no me queda otra opción.
Porque, cuando en el párrafo anterior hablábamos de “nosotros”, de “los hombres”, estábamos metiendo en el mismo saco a todos los seres vivos pensantes. Estábamos dando una definición matemática por comprensión del conjunto humano, que, a diferencia de la definición extensiva, no menciona los elementos del conjunto ni sus características individuales. Nos referíamos al conjunto humano como una especie única que, como viene a decir el antropólogo Marvin Harris 2, se caracteriza por su extraordinario poder de autoextinción:
«A la luz de todas estas calamidades no intencionadas, me pregunto si efectivamente estamos algo más cerca del control consciente de la evolución cultural que nuestros antepasados de los albores de la Edad de Piedra. Como ellos, no paramos de tomar decisiones; pero, ¿somos conscientes de que estamos determinando las grandes transformaciones necesarias para la supervivencia de nuestra especie?». (Harris, 1995, p. 453)
¿Tendrá algo que ver la capacidad de autoextinción con la capacidad de pensamiento? Parece que, visto así, nuestra historia se asemejaría a la vida de una persona hedonista a la deriva, dominada –dentro de una explicación freudiana- por el diablillo que le susurra al oído la bondad de lo inmediato. ¿Es así? Parece aventurado afirmarlo; cuesta pensar que entre los más de cinco mil millones de seres humanos, cinco mil millones de conciencias, que han pasado por este mundo, todas o la mayoría hayan pensado y actuado así. Pues, al fin y al cabo, ya hemos partido de una premisa a la que no estamos dispuestos a renunciar: la diversidad humana. A no ser que se nos haya escapado esa dudosa virtud de la autoextinción, por la que nuestra denominación pasaría a ser la de seres vivos pensantes autoextintores. Pero, cuando Harris habla de calamidades no intencionadas, se está refiriendo a actuaciones del hombre que originariamente estuvieron orientadas a la consecución de un objetivo específico. Menciona avances como: la economía agrícola, que supuso una buena oportunidad de romper con el patriarcado; la creación del primer avión que mejoraría el transporte pero que ha originado los cacheos, los controles de metales, los accidentes aéreos o la carrera armamentística; entre millones de avances más.
Como Harris sugiere en ese mismo fragmento, ¿no será que nuestra capacidad pensante no es tan capaz como creemos? Quizá sea fruto de nuestro antropocentrismo, de nuestro filocentrismo. Como si todos estuviéramos inmersos en una gran conciencia egocéntrica, que nos limitara la comprensión. Como un niño de cuatro años, aún por madurar.
Como el niño de cuatro años, tenemos serias limitaciones sobre la percepción de la realidad, y como él, rara vez somos conscientes de ello. El “sólo sé que no sé nada” socrático es algo que debería resonar de vez en cuando en nuestras mentes para recordarnos qué lejos estamos de aprehender la realidad.
Retomando la idea del tejido social, hemos dicho que se trata de un entramado irregular e inestable. Por ser tejido, valiéndonos del modelo material de tela, no es que esté sometido a tensiones, sino que todo él se sustenta por las tensiones de sus fibras, de sus conexiones. No se trata de que haya una tensión u otra, todo él es un reparto de fuerzas. Pero, como dijimos, un reparto desigual: es un retal con agujeros y trozos raídos que cuelgan, con entrelazados más tupidos que otros. Luego, aunque todos seamos hilo de ese tejido, no todos tiramos con la misma fuerza. Quizá se trate de un harapo gigante, mucho mayor de como era en los albores de la Edad de Piedra, pero, si entonces era un trapo, no es que haya mejorado cualitativamente mucho. Por la misma razón por la que no nos atreveríamos a apreciar como una buena alfombra persa a aquella que estuviera agujereada y deshilachada, por muy bonitos dibujos que tuviera en algunas regiones, tampoco podríamos afirmar que nuestro entramado social está bien entrelazado. Digamos que lo está en una cuarta parte de la población... ¿y el resto? Si en nuestros orígenes de trapo la vida media de nuestras fibras no sobrepasaba los cuarenta años, ¿podemos decir que en nuestro contexto social de harapo gigante hemos mejorado? Algunas regiones sí... ¿y el resto?
Desde una visión a caballo entre la dialéctica y el evolucionismo, nos atreveríamos a conjeturar que más que una tela social se trata de una jungla, donde prima la ley del más fuerte. Bueno, pero, entonces, ¿qué nos diferencia del resto de seres vivos? Entre nosotros parece que ha habido y hay depredadores y depredados, opresores y oprimidos. No sabemos si es algo consustancial a nosotros o si, aun siendo filogenética esa dialéctica, se trata de algo modificable. Y, si es modificable, en qué medida, y desde dónde: ¿desde la conciencia individual o desde parámetros externos a la naturaleza individual?

1 Homo discens (Pozo, J. I. (2003). Adquisición de conocimiento. Madrid, Morata)
2 Harris, M. (1995): Nuestra especie. Madrid, Alianza

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